La cosa empezó a torcerse cuando mi
padre compró la mosquitera.
Hasta aquel momento habíamos vivido
todos esos años sin necesidad de ninguna mosquitera en la puerta de entrada.
Incluso mi madre había llegado a decir que allí no se pondría nunca ninguna
mosquitera, porque no hacía falta y, sobre todo, porque enturbiaría la vista
del río y la montaña que tanto había contemplado la abuela.
Con el tiempo, la mosquitera fue llenándose
de polvo y telarañas, y la nítida luz que siempre se había colado por aquella
puerta se convirtió en una neblina cada día más apagada y sórdida.