Mi hijo me pidió que jugase al escondite con él.
Acepté, claro, primero porque era mi hijo y segundo porque a mí también me gustaba ese juego.
Empezó escondiéndose él.
Lo encontré enseguida, claro, primero porque dejó un rastro de la galleta que comía y segundo porque las cortinas eran transparentes.
Luego me escondí yo.
Estuvo buscándome mucho rato.
Minutos, horas, días, semanas.
Han pasado más de veinte años y sigo debajo de la cama, de donde no pienso salir, claro, primero porque me da pereza tener que dar explicaciones y segundo porque quién sabe si se acordará de mí.