Un día me preguntaste si no me importaba salir del lavabo porque ibas a orinar.
Yo te contesté que no me importaba, claro.
Salí y cerré.
Me quedé allí, en el pasillo, apoyado en la puerta del lavabo, escuchándote.
Te oí teclear en el móvil y luego hablar y reír en voz baja.
No podía escuchar lo que decías, sólo algunas palabras sueltas: coche, domingo, hotel, cama, lengua, cuello, condones.
Todas esas palabras se filtraban por la madera y entraban en mi oído como avispas infernales.
Justo antes de colgar dijiste: te quiero.
Eso sí que lo pude escuchar bien.